Nuestro mayor temor no
es que seamos deficientes, inadecuados. Nuestro mayor temor es que seamos
inmensamente poderosos. Es nuestra luz, no nuestra oscuridad, lo que más nos
atemoriza.
Nelson Mandela
En
los últimos meses y, tras varias experiencias en ámbitos educativos, se me ha
ido haciendo cada vez más evidente la demoledora exactitud de la frase de
Mandela citada más arriba.
Sorprende
comprobar que es el miedo a la creatividad lo que más impregna nuestros modelos
de enseñanza, ya sea en las instituciones o en el ámbito familiar, incluso
entre algunos profesionales de las más variadas disciplinas artísticas.
Todo
impulso creativo tiene implícito un movimiento vital, un sacudón energético que
inevitablemente pone en marcha corrientes internas que traspasan los
diques de lo cotidiano y que pueden sentirse como una amenaza por todo aquello
que ha sido establecido como normal aunque eso signifique chatura, mediocridad,
incluso sufrimiento; parece ser que estamos menos dispuestos a revisar nuestros
patrones de conducta que a obedecerlos ciega e inconscientemente, aún
cuando nos resulten demasiado estrechos y sofocantes.
Afortunadamente
las pautas educativas de las que se vale nuestro sistema son constantemente
actualizadas y los contenidos transmitidos en las instituciones se basan en
valores tales como el respeto, la solidaridad, la importancia del trabajo en
equipo, el esfuerzo personal, la aceptación de las diferencias culturales, la
paz, el cuidado del medio ambiente, etc. Lo atestiguan la profusa cantidad de
láminas que revisten los pasillos de todos los colegios públicos de primaria y
las horas que maestros y maestras, niñas y niños pasan realizándolas con
esmero. Los valores son transmitidos con constancia y convicción por maestros,
profesores y autoridades y esta información llega a los alumnos y alumnas, de
eso no hay lugar a dudas.
Ahora
bien ¿qué sucede con el impulso natural de los niños de moverse, hablar,
preguntar, reír, cuestionar? ¿porqué nos comportamos con nuestros niños como si
la infancia fuera un mal pasajero exigiéndoles que se comporten como
soldaditos en fila, haciéndolos renunciar a su natural necesidad de movimiento?
Pareciera ser que aquellos valores que no dudamos en aplaudir cuando de teoría
se trata, no son tan fáciles de gestionar cuando en la práctica nos encontramos
con que los niños y niñas, no son conformistas, no soportan quedarse quietos,
no son todos iguales; no tienen el mismo ritmo de aprendizaje, ni la misma
capacidad de aceptar la frustración, ni las mismas condiciones afectivas, ni
las mismas necesidades vitales. Pero el año lectivo con sus exigencias no puede
detenerse en estas consideraciones. Entonces, el docente echa mano de lo que
puede para intentar homogeneizar a su alumnado para que de esta forma se pueda
entrar es el molde teórico y estrecho de los planes y los plazos. Nada
sucedería si en el camino no se perdiera el más valioso material con el que
puede contar un docente: el interés y la curiosidad innata de los niños, su
vitalidad creativa. ¿Que podemos hacer con sus "inquietudes" si
pretendemos que estén quietos y callados durante horas? ¿Cómo hacemos convivir
la necesaria disciplina con un verdadero respeto por el individuo, sus tiempos
de aprendizaje, la expresión de las emociones incómodas, la exploración de sus
potenciales creativos, sus cuestionamientos y sus necesidades afectivas, su
necesidad de moverse, de saltar, de jugar despreocupadamente? ¿Y cómo puede
ofrecer esto un maestro que tiene superabundancia de información académica pero
sabe poco o nada acerca de su propia capacidad creadora, que no puede expresar
sus emociones, que no sabe traducirlas en movimientos, que ha sido educado él
mismo en el temor a su propia vitalidad creativa? Y ¿qué es lo que
tememos realmente? En mi opinión tememos nuestras propias respuestas nuevas a
viejos asuntos, porque eso pondría en marcha un necesario cambio de rumbo en
muchos aspectos. Porque entiendo como "originales" aquellos
movimientos, ideas, intuiciones o certezas que se "originan" en
nosotros y que muchas veces pueden dar por tierra con décadas (o siglos) de
prácticas obsoletas e ineficientes. Porque pareciera ser que una vez llegados a
ese estadío denominado "adultez" no estamos dispuestos a que nos
vengan con novedades con lo que nos costó aprendernos de memoria y a desgano la
retahíla de lo que se debe y no, lo que es cierto y no, lo que es normal y no.
Y es en este punto que la vitalidad arrolladora de los niños nos agrede, nos
molesta, nos "saca de quicio", como si el famoso "quicio"
fuera una verdad sagrada y no lo que es, un marco de referencia que
deberíamos poder revisar y renovar constantemente.
Creo
que es hora de que tomemos conciencia de que diariamente cometemos
"creaticidio" cuando no nos permitimos a nosotros mismos flexibilizar
nuestros patrones de conducta y que hacemos peor aún cuando reprimimos
innecesariamente el impulso vital de nuestros niños ya sea como padres,
maestros o educadores.
Sé
que junto a la genuina necesidad de autoexpresión convive en nosotros una
fuerza opuesta, la de la conservación de todo lo que nos ha posibilitado la
supervivencia en este hostil y maravilloso planeta, y que el equilibrio de
estas dos fuerzas, la de conservación y la de innovación es delicado y
complejo. Supongo que una toma de consciencia cada vez mayor sobre estos
asuntos nos ayudará a vivir una vida plenamente creativa, sin necesidad de
evadirnos con pasatiempos tontos, con fármacos debidamente recetados ni con
restricciones innecesarias. Deseo para mi lo mismo que para toda la humanidad:
una vida plena de significado, creativa y vital.
Sigo
impartiendo el taller Herramientas para el Desarrollo de la
Creatividad todos
los jueves de 10 a
13 hs en El Rincón del Búho. Calle Parras, 31. Sevilla
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